Aún queda mucho por decir Rosa Ausländer

INXILIO

Despertar en Bogotá es una hazaña, cada jornada al abrir los ojos inicia la aventura. Salgo como cada día, esta vez bajo la lluvia, voy acompañando al perro a hacer sus necesidades mientras enredo mi mirada en las flores y en las gotas que se desprenden de ellas. Alguno  que otro copetón o colibrí va danzando y en su aleteo se llevan un poco de mi. Desde el inicio de la pandemia el perro que adoptó mi hija hace un poco más de un año se convirtió en mi pasaporte a la calle. Al principio cuando fueron impuestas las medias restrictivas en la ciudad y el país para detener la propagación de un virus desconocido, durante la cuarentena obligatoria nos era permitido caminar veinte minutos diarios durante dos o máximo tres ocasiones al día para que las mascotas hiciesen sus necesidades ,sin que nos fuese impuesta una multa. Qué ironía, la mierda del perro se convirtiera en la excusa para mi paseo diario y también al aire que se hacía más fresco y respirable porque los autos habían reducido su presencia en las calles. El cielo que permanecía oculto bajo nubes de lluvia fría y contaminación se desvestía hacia tonos azulados, en la distancia se podían apreciar las montañas lejanas e incluso algunos picos de los nevados de la cordillera central en las alboradas. Los ocasos se hicieron más intensos y frecuentes. No todo era tan malo, a pesar del pánico general ante la incertidumbre y el actuar de un virus que aparentemente se espanta con lavado frecuente de manos, con el uso fpermanente de alcohol, manteniendo siempre una mascarilla.

 

Seis meses después aún parecemos prisioneros sin haber cometido ningún delito y nuestra única conexión al mundo real es nuestra ventana. Claro que también está la red, pero allí estamos atrapados mínimo 18 horas al día desde hace más de medio año. Al inicio de la cuarentena, la falta de planeación gubernamental anunciaba a través de los medios masivos que los plazos se extendían por dos semanas y que posteriormente recuperaríamos todo lo que se hacía presencialmente. El miedo fue evidente, la gente se encerró y las mayorías pensaban que tras la puerta de sus hogares estarían seguros. Poco a poco la gente fue perdiendo el empleo y los sobrevivientes del teletrabajo fueron acondicionando sus hogares en oficinas y así poco a poco se fue perdiendo la intimidad y los horarios laborales aumentaron hasta llegar a 16 horas u 18 horas como las que trabaja mi esposa cada día incluyendo los fines de semana. Para ella, levantarse por un café o tomar un tiempo para compartir el almuerzo con nuestra hija se ha vuelto otra aventura, al parecer como ya no hay horarios de oficina siempre se está disponible para el ámbito laboral. Creo que en los últimos meses ha salido máximo 5 veces a la calle. Para nuestra hija, el colegio virtual ha tenido diferentes impactos, adaptarse a estar siete horas diarias frente a la pantalla, haber perdido el contacto, el relacionamiento directo y los espacios con sus amigas en plena preadolescencia ha cambiado su estado de ánimo y es complejo verla con frustración porque no podemos acompañarla mucho durante el día a pesar de estar bajo el mismo techo, su vida social ahora es mínima.

 

En medio de esta situación el país se desangra, las noticias diarias traen masacres, muerte de líderes sociales y de excombatientes de la antigua guerrilla de las FARC que firmaron el acuerdo de paz hace tres años con el gobierno colombiano. La violencia por hambre y miseria deja decenas de fallecidos semanalmente. Cientos de personas han perdido sus hogares y han sido desalojados de sus casas por la Fuerza Pública. La mayoría de los fallecidos son de estratos bajos. Las confrontaciones entre la población y la Policía han dejado decenas de heridos y una docena de fallecidos por el exceso de fuerza por parte de personas encubiertas que actúan impunemente. La muerte es más cotidiana que el pan.

 

Mientras escribo este texto, pasan por el frente de nuestra vivienda grupos de familias solicitando ayuda con gritos realmente angustiantes, por lo general son familias de migrantes venezolanos, pidiendo algo de comer y un apoyo económico para pagar un alquiler que cuesta por familia siete Euros la noche. Cada día pasan alrededor de cinco grupos de familias en su peregrinar. Tras ellos llegan las agrupaciones musicales con música tropical, los folcloristas y mariachis, incluso una vez llegó en una camioneta con amplificación un grupo de rock tocando covers simbólicos que la radio propagó en los años ochenta y noventas. Mis vecinos se van turnando y en las ventanas de los edificios, van apareciendo los curiosos que desean ver algo en vivo, cualquier cosa que ocurra es atractiva para los habitantes de mi barrio. Bueno reconozco que no todo, por ejemplo las manifestaciones o movilizaciones que vienen con indígenas o con maestros que no han recibido sus salarios desde hace meses o las de los trabajadores de la salud que se han quejado por las condiciones en las que deben atender la pandemia no conmueven. Para ellos no hay aplausos. En los cacerolazos convocados en otros lugares del país en donde lograron reunirse cientos de ciudadanos en puntos de encuentro ante el asesinato de un abogado a manos de la Policía y que posteriomente en sus recorridos pasaron por nuestra calle y fueron ignorados.

 

En los meses anteriores he tenido diversos empleos, después de haber renunciado a mi trabajo en la universidad tras la frustración y aburrimiento que me provocava al hablarle a la pantalla de mi portatil sin estar seguro que al otro lado había alguien escuchando o prestando atención a mis clases. Confieso que a pesar de ello logramos con algunos estudiantes producir varios documentales sobre el impacto de la cuarentena en sus vidas, relatos experimentales que por lo menos nos hicieron sentir vivos. Después apoyé a un amigo en una campaña para un Ministerio pero la prepotencia de los funcionarios me indignó y tras cuatro semanas le dije a mi amigo que no podía seguir acompañándole. Tras el desempleo descubrí que mi familia disfrutaba de mi disponibilidad y me dediqué a hacer ejercicio, a escribir, leer y cocinar.

 

La dicha sólo duró un par de semanas, luego nos ganamos una beca con unos amigos y me ofrecieron un nuevo empleo y además la Fundación Heinrich Boell en Colombia nos aprobó un proyecto para seguir alimentado la página web en la que con un colectivo mapeamos la desaparición forzada en Colombia. Aumentaron los eventos virtuales, los recitales via streming, las charlas y conferencias, algunas entrevistas y hasta los ensayos con la banda de rock los hacemos virtuales. Desde hace un par de semanas me han escrito varios de mis amigos desde Alemania, preocupados por el aumento de los casos de Covid-19 en nuestro país. Les he tranquilizado contando que aquí desde donde les escribo el contacto humano es casi nulo pero que les agradezco infinitamente su preocupación y sus mensajes. Les he comentado que aquí el Covid-19 es un mal menor. Esta situación nos ha transformado la vida y mucho. El fin de semana pasado por ejemplo en un taller de escritura con jóvenes víctimas del conflicto en el que escribimos colectivamente un poema sobre su experiencia y sus testimonios, describe el impacto de la guera en sus cortas vidas, ahí aproveché la ocasión y les compartí algunos poemas de Rose Ausländer, entre ellos uno llamado Aún queda mucho por decir. Y eso es precisamente lo que siento y lo que agradezco al LCB, haberme permitido durante un mes dedicarme a escribir como un propósito  vital o como lo diría Gabriel García Marquez: porque la única forma de luchar contra la muerte es escribiendo.

 

PS

Durante 4 años fui becario del PEN Zentrum Deutschland en un programa llamado Writers in Exyl. Ahora este poeta les escribe desde un exilio en su propia patria, un arte de INXILIO.